Este 16 de abril, la revista TIME publicó su famoso listado anual de Las 100 Personas más Influyentes del 2025. Dentro del segmento ‘Innovators’, se encuentra una investigadora del CONICET y profesora en la Universidad Nacional de Córdoba: Sandra Díaz, la única argentina incluida en la lista además del presidente Javier Milei.
En la revista, escribe sobre ella Elizabeth Maruma Mrema, subdirectora del Programa de Medio Ambiente de la ONU. Ella nos dice que en un contexto donde una de las ocho millones de especies de plantas y animales se encuentran en peligro de extinción, “el mundo necesita más líderes como Sandra”, siendo ella “una incansable diplomática de primera línea de la triple crisis planetaria del cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la polución”.

Ampliamente reconocida en el campo científico a nivel mundial, Sandra ha recibido prestigiosos premios y condecoraciones a lo largo de su trayectoria. En febrero de este año, fue galardonada con el Premio Tyler al Logro Ambiental (comúnmente llamado ‘Nobel de Ambiente’). Junto con el investigador brasilero Eduardo Brondízio, fueron los primeros sudamericanos en recibirlo.
Además, en 2023 recibió el premio Konex de Brillante, el máximo premio que otorga esta fundación, y el reconocimiento de la Sociedad Linneana de Londres. En 2019, recibió el Premio Princesa de Asturias en Investigación Científica y Técnica.
Aún más, co-presidió el grupo de investigación del Panel Intergubernamental por la Biodiversidad y los Servicios Ecosistémicos (IPBES) galardonado en 2007 con el premio Nobel de la Paz por el enorme aporte del Marco Conceptual, el cua esl, en pocas palabras, la hoja de ruta global para abordar las problemáticas entre la sociedad y la naturaleza.
Pero ¿Quién es Sandra Díaz?

Sin embargo, la historia de Sandra se remonta mucho antes de los grandes escenarios internacionales. Su ciudad natal se llama Bell Ville, una localidad cordobesa que se encuentra sobre la Ruta Nacional 9, que históricamente unió Córdoba, Rosario y Buenos Aires. Nació en 1961 y pasó su infancia rodeada de los árboles de algarrobo, chañar, espinillo y tala que se encontraban a la rivera del río Ctalamochita (o Río tercero).
Fue una chica estudiosa en la Escuela Normal Superior José Figueroa Alcorta, y se enamoró del ceibo de ese patio escolar. Hoy en día, el salón escolar lleva su nombre y un mural la ilustra junto a un benteveo, un yaguareté y una flor de pasionaria.
Sandra estudió Biología en la Universidad Nacional de Córdoba. Realizó la carrera de grado durante los años del proceso dictatorial y pudo recibirse en 1984. Luego, se doctoró en 1989 en la misma casa de estudios y comenzó su carrera como investigadora en CONICET y como docente en la misma facultad que la formó.
Su trabajo se centra en una rama de la biología denominada “diversidad funcional”, que, explicado sencillamente, trabaja sobre las características, los roles y las funciones que las plantas cumplen para sí mismas y para su entorno. No busca enumerar o nombrar especies, sino, identificar qué cosas tienen en común entre sí y en qué se diferencian. Esto fue disruptivo de otros tipos de enfoques, al prestar atención a los ecosistemas y a las comunidades como algo más complejo. Ella nos demuestra que la genética puede influir, pero no determinar nuestros rasgos.
La trama y el tapiz de la vida
“¿Con cuántas especies de plantas te has encontrado hoy? Lo más probable es que te hayas cruzado con, al menos, 10 especies, pero es muy posible que no lo hayas notado.” Así empezaba Sandra Diaz una conferencia que tituló ‘De Plantas y pueblos’ en Donostia, España, 2023. “Para la gran mayoría de la gente las plantas son un telón de fondo de su vida cotidiana -o de sus selfies-, y esto es tan común que se lo llama síndrome de la ceguera vegetal, una gran ignorancia y arrogancia de nuestra parte”.
Sandra Díaz piensa en la biodiversidad como el tejido de la vida, considerando a todo el mundo viviente como un gran tapiz tejido por la naturaleza a lo largo de toda la historia, y fundamentalmente, tejido en conjunto con los humanos durante miles de años: “Nuestra influencia en el mundo viviente es innegable: dependemos de la naturaleza, la moldeamos, la utilizamos en todos los aspectos de nuestra vida y, a su vez, la naturaleza nos moldea a nosotros” (Artículo de Díaz en la revista Nature, 2022). Dentro de ese tapiz, nosotros solo somos un pequeño hilo.
“Además de ser un gran marco para las selfies, la mayoría de la gente cree que las plantas sirven para producir el oxígeno que necesitamos para vivir. Sin embargo, la mayor parte del oxígeno del planeta, no lo producen las plantas que nos rodean sino que ya fue generado hace miles de millones de años atrás”, explica Sandra en la conferencia de Donostia. Entonces, ¿para qué necesitamos las plantas? Si pensamos la vida como un tapiz sobre la tierra, las plantas son fuente de muchísimas contribuciones, como ella las nombra, al bienestar humano, y su pérdida implica igual pérdida de nuestro bienestar.
Este punto es uno de sus principales aportes a la discusión ecológica y climática: Dejar de pensar los “servicios” o “utilidades” que la naturaleza nos hace -del tipo ‘el servicio que nos dan los bosques al retener agua, que impide que en invierno se sequen los ríos’- si no, por el contrario, pensar en términos de ‘contribuciones de la naturaleza a las personas’, teniendo en cuenta tanto los beneficios como los perjuicios que se obtienen con y de la naturaleza, contemplando los contextos sociales y ecosistemas.
¿Y si la UNC no fuese pública?

Sobre las baldosas de la plaza Vélez Sarsfield, en el centro de la ciudad de Córdoba, hay hojas y fibrones. ‘¿Y si la UNC no fuese pública?’, escribieron los estudiantes en letras rojas. Debajo, una fila de hojas en blanco invita a esbozar respuestas. Es 2018 y las universidades del país están revueltas. Hace poco se cumplió un siglo de la gran Reforma Universitaria de 1918, sin embargo, la realidad del sistema científico universitario es adversa. El segundo semestre de clases empezó con tomas en la mayoría de las universidades del país, marchas, manifestaciones culturales y un contundente paro docente.
Es una mañana de sol y la UNC se ha hecho visible en el centro de la ciudad. A sólo una cuadra del Patio Olmos, un grupo de personas sostiene una pancarta sobre la senda peatonal. Frente a las escalinatas del edificio de la Facultad de Cs. Exactas, Físicas y Naturales, hay un parlante y un micrófono, un cúmulo de sillas y decenas de personas. Es una clase pública, un paro activo que busca concientizar sobre la situación de la educación pública en detrimento de las medidas de ajuste del gobierno de Mauricio Macri. Entre los docentes y estudiantes que toman el micrófono, se encuentra una investigadora de renombre mundial. Su nombre es Sandra Diaz.
“Todo lo que se sabe sobre los bosques de Argentina y sus beneficios; el conocimiento sobre enfermedades como el Chagas; los efectos de sustancias como los pesticidas, provienen de las universidades públicas”. La mujer de pelo corto explica, con voz clara, los costos que tiene desfinanciar la universidad pública. “Estamos tratando de salvar la ciencia y la educación, que son un patrimonio común para todos los argentinos. La ciencia y la educación pública tardan mucho tiempo en formarse, pero en muy poco tiempo se pueden destruir”, expresó en esa tarde de 2018 en el centro cordobés.

Siete años después, la situación no es para nada diferente. El contexto nacional está marcado por un descenso total del 48% en términos reales del presupuesto nacional dedicado a la Ciencia y Tecnología en los últimos dos años, y se encuentra atravesando la peor crisis en 52 años, incluso perforando los pisos de los años 1976 y 2002 -de acuerdo al último informe del Grupo EPC-. Es entonces que pensar en figuras de relevancia mundial como la de Sandra Díaz nos lleva a revalorar (una vez más) la inmensa capacidad e importancia de nuestras universidades públicas.