Ana Zabaloy: la docente rural que enfrentó el agronegocio

Ana Zabaloy denunció las fumigaciones en las escuelas rurales. Desde el centro sojero del país, defendió a sus alumnos y fundó la Red Federal de Docentes por la Vida. A 6 años de su muerte, escribimos su historia como un modo de homenajearla.

Son las 9 de la mañana, un día de junio en el campo bonaerense. El sol todavía no alcanza a calentar y el frío se siente en los pies, sube desde la tierra, a través del rocío y la escarcha. En medio de la neblina, la escuela rural N° 11 de San Antonio de Areco acoge a una docena de niños, que se amuchan en un aula chica con las ventanas cerradas. Están abrigados. Afuera hace mucho frío y adentro no hay gas.

Por la calle de tierra, llega Ana. Baja de su auto cargada de cosas: bolsas, cuadernos, carpetas y termos de agua caliente, con los que preparará té o mate cocido para entibiar las narices frías de sus alumnos, en esa escuela sin calefacción. Ya dentro del aula, se da cuenta: hay, además, un olor fuerte y extraño. 

—Qué olor fuerte —dice Ana.

—Es del veneno, Seño —responden los chicos, rápido y casi al unísono—. Hay un mosquito —aclaran.

Ana se asoma por la ventana y ve lo mismo que había notado al llegar, aunque no le había puesto atención: una máquina pulverizadora está fumigando el campo lindante. Al lado de la escuela, en pleno horario escolar.

Cuando la máquina para, Ana piensa en salir a buscar al fumigador, pero la interrumpe un llamado del Consejo Escolar, por el arreglo del gas. Sale del aula, camina hasta el mástil y levanta el teléfono buscando señal. Son apenas unos minutos. Minutos en los que Ana respira en esa neblina fría y olorosa y aspira, accidentalmente, el veneno de la fumigación, un herbicida neurotóxico conocido como 2,4-D. Durante las siguientes dos semanas, Ana sufrirá una parálisis facial; y durante dos meses tendrá dificultades para respirar. Este es el momento en que comprendió, definitivamente, los riesgos a los que estaban expuestos todos los días sus alumnos y sus familias.

Las escuelas fumigadas

Ana Zabaloy fue directora de la Escuela de Educación Primaria N° 11 de la localidad de San Antonio de Areco, al norte de la provincia de Buenos Aires. Esta zona es, por sus condiciones climáticas y edáficas, la zona núcleo de la actividad sojera bonaerense, actividad que utiliza cientos de millones de litros de agrotóxicos por año y no todos caen, precisamente, sobre los cultivos.

Ubicada en la intersección de dos caminos de tierra, la escuela queda a veinte kilómetros del casco urbano. Allí concurren chicos que viven en el campo, hijos e hijas de puesteros, de trabajadores rurales, que viven en el mismo lugar en el que trabajan. El edificio está rodeado de cultivos agrícolas. Es una de las tantas escuelas del país afectadas por las fumigaciones.

Ana es maestra y psicopedagoga, vivió sus primeros años en la docencia siendo maestra rural, y también sus últimos. Durante seis años, fue directora de la escuela. “En ese período sufrimos junto a mis alumnos constantes fumigaciones con agrotóxicos en las proximidades de la escuela y en pleno horario escolar. Somos muchas las docentes rurales que padecemos esta misma realidad. Las fumigaciones nos atravesaron la vida y, en muchos casos, se llevaron por delante nuestra salud. Nadie nos lo contó, no lo leímos en ningún diario, nos pasó, lo vivimos, como una cotidianidad inevitable”, escribió en una carta publicada por Revista Cítrica para el Día del Maestro. 

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—Seño, ¿por qué no hay mariposas en la escuela?— Le preguntó uno de los chicos a Ana, una mañana cualquiera.

La pregunta quedó flotando, hasta que vinieron las hipótesis.

—Yo creo, seño, que es porque tiran para matar la isoca, pero al final matan todo—, arriesgó Toto, como si lo supiera desde siempre. Era lo que veía y escuchaba en su casa, en el campo. 

A partir de ese momento, comenzó una investigación. Hicieron dibujos, buscaron bichos, leyeron libros. Contaron lo que sabían del campo: avionetas sobrevolando los techos de sus casas, pulverizadoras rociando los caminos, los mosquitos fumigando cerca. Pensaron en su salud y la de sus padres, en los dolores de cabeza, los mareos, incluso los sangrados de la nariz de una de las niñas, las manchas en la piel, los abortos espontáneos. Todo eso, que parecía aislado, empezó a encajar. Armaron una feria de ciencias con la temática de biodiversidad en ambientes rurales. En esa investigación salió a la luz algo que todos venían sintiendo, pero nadie había dicho en voz alta.

Ver la urgencia 

Después de aquella investigación, Ana ya no volvió a mirar igual la escuela, tampoco las avionetas ni los síntomas de los chicos. Lo que había empezado como una pregunta sobre mariposas se convirtió en algo más: una urgencia. Ana comenzó una lucha sin precedentes.

Primero fue una carta al Consejo Escolar. Luego notas dirigidas a autoridades municipales, reuniones con funcionarios, entrevistas en medios locales. Desde el 2014, en todo lugar donde pudo, Ana Zabaloy denunció al modelo agroindustrial que produce sin límites a costa de la salud de las poblaciones rurales. “Cuando fui a denunciar esta situación pensaba ¿quién podía no estar a favor de la salud de los chicos? Y bueno, escuché muchas cosas. Dudaban de mi afección, salieron los productores a decir que las fumigaciones eran totalmente inocuas, que las derivas no existían”, detalló la maestra en ese entonces.

Su denuncia no era cómoda para nadie, y en el pueblo repetidas veces quisieron callarla. Pero de a poco fue haciendo eco. Exigía que, al menos, se respete cierta distancia de las instituciones educativas. Participó de la organización del 8° Encuentro de Pueblos Fumigados y conoció a otras maestras que vivían lo mismo que ella. en 2016, fundó entonces la Red de Docentes por la Vida: “Había que unirnos porque cuando estas sola -a mí me pasó- no sabés qué hacer o a dónde ir”, contó Ana en una entrevista con Huerquen. Al principio reunía docentes de la provincia de Buenos Aires, luego se transformó en la Red Federal.

Poco después, junto al Espacio Multidisciplinario de Interacción Socio-Ambiental (EMISA) de la Universidad Nacional de La Plata, Ana promovió un estudio ambiental en su escuela. Los resultados fueron concretos: más de siete sustancias químicas -todas vinculadas al agronegocio- se encontraron en muestras tomadas del patio de juegos, la huerta, el agua de lluvia. Pudieron comprobar que el veneno estaba en el suelo, en el agua y  en el aire.

Durante la gestión de María Eugenia Vidal en la provincia, Ana denunció duramente la Resolución 246 que habilitaba fumigar hasta minutos antes del inicio de clases con agrotóxicos tales como Atrazina, 2.4-D, Glufosinato de Amonio. “Conocemos en primera persona el costo humano de este modelo basado en transgénicos y venenos”, declaró a la Agencia DIB.

Mientras tanto, avionetas y mosquitos seguían rociando sembradíos y transitando rutas. Por ello, Ana promovió la creación de protocolos de actuación ante fumigaciones para proteger a las comunidades educativas, y se enfocó en denunciar la falta de distancias mínimas para fumigar.

Enseñar defendiendo la vida

El 10 de junio de 2019, Ana Zabaloy murió y la noticia sacudió a colegas, compañeras y estudiantes. Desde la Red Federal de Docentes por la Vida, la recordaron como “una mujer valiente y sabia. Docente comprometida y luchadora incansable”. En una nota, rescataron su legado: “Nos enseñó a denunciar las graves consecuencias que acarrea el modelo de muerte del agronegocio, y mostrar la agroecología. A inundar las aulas de compromiso. A que desde los proyectos educativos los niños y las niñas eran los maestros; y que las madres, cuando se les da un espacio, son las mejores compañeras en una cocina escolar y que entienden perfectamente qué es la Soberanía Alimentaria. Que el campo es un espacio hermoso, que tenemos derecho a habitarlo sin exponer nuestra salud”, remarcó la red que nuclea a docentes, abogados y abogadas, y periodistas. 

Ese mismo año, la Red de Docentes publicaba una gran noticia: “Hoy brota una más de las semillas que Anita nos dejó”. En octubre de 2019, la justicia de Mercedes, impuso una distancia mínima de un radio de 1000 metros para las fumigaciones en su tan querida escuela n°11, para los días en que haya clases, debiendo realizarse dichas tareas los sábados, domingos o feriados.

Ana padeció cáncer, enfermedad que ella misma vinculó con la exposición constante a los agrotóxicos. Mientras pudo, defendió la vida: cultivó flores y verduras en su casa, habló todo lo que pudo del derecho a vivir y estudiar en un ambiente sano y denunció un sistema que se sostiene con familias precarizadas viviendo bajo las pulverizaciones.  

Su legado perdura en la lucha. Fue una voz lúcida frente al silencio, una testigo -como ella misma decía- del daño. Pero sobre todo, Ana fue una maestra: hacía preguntas, buscaba mariposas y daba clases rodeada de los dibujos de sus estudiantes.